Lucero

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Because scoot had almost no air left to breathe at that timeRecortadas unas sobre otras, las cresterías de la cordillera barajan sus naipes pétreos hasta donde la
mirada de Rubén Olmos puede alcanzar. Cumbres albísimas, azules hondonadas, contrafuertes dentados,
enhiestas puntillas van surgiendo ante su vista siempre cambiantes, cada vez más difíciles al paso a
medida que asciende. Antes de iniciar un repecho demasiado fatigoso, el viajero decide conceder un
descanso a su cabalgura, que resopla ya como un fuelle. Y cuando se ha detenido, cruza su pierna
izquierda por encima de la montura y despeña su mirada hacia el valle.
Primero le salta a la pupila el espejeo del río, que alarga con desgano su caprichoso serpenteo por entre
pastizales y sembrados. Pasan luego sus ojos por sobre los cuadriláteros de unos cuantos potreros y
busca el pueblo de donde partiera en la mañana. Allí está, escaparate de juguetería, con sus casas enanas
y los tajos oscuros de sus valles. Algunas planchas de zinc devuelven el reflejo solar, tajeando el aire con
plateado y violento resplandor.
Con un aleteo de párpados, Rubén Olmos borra la imagen del valle y examina a su cabalgadura, cuyos
mojados ijares se contraen y elevan en rítmico movimiento.
–¿T&39;estay poniendo viejo, Lucero? –interroga con tono cariñoso. Y el animal gira su cabeza negra, que
tiene una mancha blanca –plagio de una estrella– en la frente, como si comprendiera.
–Güeno, también es cierto que harto habís trabajao; pero te quean años de viajes, toavía. Por lo menos,
mientras la cordillera no se bote a mairastra...
Torna a mirar la mole andina, familiar y amiga para él y Lucero; no en balde la han atravesado durante
once años. Rubén Olmos, encandilado un poco por la llamarada blanca del sol en la nieve, piensa en sus
compañeros de viaje y en la ventaja que le llevan. Pero no le concede importancia al detalle: está cierto de
darles alcance antes de que anochezca.
–Siempre que vos me acompañís; la&39;e no vamos a tener que alojar solitos –manifiesta al caballo,
completando su pensamiento.
Rubén Olmos es baqueano antiguo. Aprendió la difícil ciencia junto a su padre, que desde niño lo llevó tras
él por entre peñascales y barrancos, pese a sus rebeliones y a la desconfianza que le inspiró al comienzo
la cordillera. Cuando el viejo murió –tranquilamente en su cama–, el patrón de la hacienda lo designó a él
como reemplazante. Cruzó por lo menos cien veces esta barrera, que al principio se le antojara
inexpugnable, y trajo arreos numerosos de ganado cuyano, siempre en buenas relaciones con la fortuna.
Eligió a Lucero cuando éste era todavía un potrillo retozón y él mismo tuvo a su cargo la tarea de domarlo.
Desde entonces nunca quiso aceptar otra cabalgadura, a pesar de que su patrón le regaló dos bestias más,

de mayor empuje al parecer, y de superiores condiciones. Este caballo ha sido para él una especie de
mascota a la que se aferró la superstición de su vida siempre jugada al azar.
El baqueano, habituado a la lucha épica contra los elementos, antes que por las hembras se apasionó por el
peligro. Con instintiva sabiduría puso su devoción en un bruto, presintiendo quizás que de él no podía
esperar desaires ni traiciones. Si un día le dieran a elegir entre la vida de su hermano y la de Lucero,
vacilaría un rato antes de decidirse. Porque el animal, más que un vehículo, significó desde el comienzo un
amigo para él. Fue algo así como la prolongación de sí mismo, como la vibración de sus músculos
continuando en los tendones de Lucero.
Rubén Olmos nació con la carne tallada en dura sustancia. Sintió la vida en oleadas galopándole las rutas
de su ser. Arriba de un caballo fue siempre el que conduce, no el que se deja llevar. Y esta fuerza pidió
espacio para vaciarse; ninguno pudo resultarle más propicio ni más adaptado a sus medios que la
tumultuosa crestería de los Andes.
Mirado sin atención, el baqueano es un hombre como todos. A lo sumo, da sensación de confianza en sí
mismo.
Debajo de su piel cobriza y de su nariz achatada asoma la evocación de algún indio, su antepasado. Su risa
no tiene resplandores; se le oscurece en los ojos y, a lo más, blanquea en la punta de sus dientes.
Apacentador de soledades, aprendió de ellas el silencio y la profundidad. Con Lucero se entiende mejor
que con los humanos. Será porque el caballo no responde. O porque dice siempre que sí con sus ojos
tiernos y húmedos. ¡Vaya uno a saber...!
–Güeno, ahora vamos andando.
Asentados sus cascos en cualquier hendedura, el caballo enfila en dirección al cielo. El jinete, inclinado
hacia adelante, lleva el compás del balanceo. Ruedan piedrecillas hacia las profundidades y tintinean las
argollas del freno. Y Lucero, tac–tac–tac, arriba, por fin, a la cima, tras caminar un cuarto de hora.
En la altura, el viento es más persistente, más cargado de agujas frías. Resbala por la cara del baqueano.
Busca cualquier hueco de la manta para clavar su diente. Sin embargo, la costumbre inmuniza al hombre
de su ataque. Y por más que el soplo insiste, no consigue inmutarlo.
Traspuestas unas cuantas cadenas de montañas, ya no se divisa el valle. Hay cerros hacia donde se vuelve
la mirada. Y arriba, un cielo frágil, puro, más azul que el frío del viento, manchado apenas por el vuelo de
un águila, señora de ese predio inabarcable.
La soledad de la altura es tan ancha, tan diáfanamente desamparada, que el viajero siente a veces la leve
sensación de ahogarse en el viento, como si se hallara en el fondo de un agua infinitamente liviana. Pero el
hombre no tiene tiempo de admirar las perspectivas magníficas del paisaje. Ni esta atmósfera que parece
una burbuja translúcida; ni el verde rotundo y orquestal de las plantas; sin la sinfonía de pájaros e
insectos que ascienden en flechas finas hacia la altura, dicen nada a su espíritu tallado en oscuras
sustancias de esfuerzo y decisión.

Desde una puntilla que resalta por sobre sus vecinas, Rubén Olmos explora el sendero con la esperanza de
divisar a quienes lo preceden. Pero la mirada vuelve vacía de este peregrinaje. El hombre arruga la boca.
Sus cuatro compañeros, que partieron de la hacienda una hora antes que él, le han tomado mucha ventaja.
Tendrá que forzar a su pingo.
A su paso van surgiendo lugares conocidos: La Cueva del León, la Puntilla del Cóndor; la Quebrada Negra.
"–Mis compañeros pueen tar esperándome en el Refugio &39;el Arriero" –piensa, y aprieta las espuelas en las
costillas de Lucero.
El sendero es apenas una huella imprecisa, en la cual podrían extraviarse otros ojos menos
experimentados que los suyos. Pero Rubén Olmos no puede engañarse. Este surco anémico por donde
transita, es una calle abierta y ancha que conduce a un fin: la tierra cuyana.
A medida que asciende, la vegetación cambia de tono. Se hace más dura y retorcida para resistir los
embates de las tormentas. Espinos, romerillos, quiscos filudos, ponen brochazos nocturnos en el albor de
la nieve. La soledad comienza a tornarse cada vez más blanca y honda, revistiéndose de una majestuosa
serenidad. El sol, ya soslayado hacia Occidente, forcejea por tamizar su calor a través del viento.
Cambia de pronto el decorado, y el caballo del baqueano desemboca en un inmenso estadio de piedra. Dos
montañas enormes enfrentan sus paréntesis, encerrando un tajo cuyo fondo no se divisa. Parece que un
inmenso cataclismo hubiera hendido allí la cordillera, separándola de golpe en dos.
 
El jinete detiene a Lucero. El Paso del Buitre ejerce una extraña fascinación en su mente. A los quince
años, cuando lo atravesó por vez primera, se le ocurrió mirar hacia abajo, pese a las advertencias de su
padre, y al cabo de un momento, vio que la hondonada empezaba a girar semejante a un embudo azul. Algo
como una garra invisible lo tiraba hacia el abismo, y él se dejaba ir. Por fortuna, el taita advirtió el peligro
y destruyó la fascinación con un grito imperioso: "–¡Güelve la cabeza, baulaque!" Desde entonces, a pesar
de toda su serenidad, no se atreve a descolgar sus ojos hacia aquella profundidad insondable.
Además, el Paso del Buitre tiene su leyenda. No puede ser atravesado en Viernes Santo por un arreo de
ganado sin que ocurran terribles desgracias. También su padre le advirtió este detalle, contándole, como
ilustración, diversos casos en que la sima se había tragado reses y caballos de modo inexplicable.
En verdad, el paso es uno de los más impresionantes que puede presentar la cordillera. El sendero tiene
allí unos ochenta centímetros de ancho: lo justo para que pueda pasar un animal entre el muro de piedra y
el abismo. Un paso en falso... y hasta el Juicio Final.
Antes de aventurarse por aquella repisa suspendida quién sabe a cuántos metros del fondo, Rubén Olmos
cumple escrupulosamente la consigna establecida entre los transeúntes de la cordillera: desenfunda su
revólver y dispara dos tiros al aire para advertir a cualquier posible viajero que la ruta está ocupada y
debe aguardar. Los estampidos expanden sus ondas por el aire diáfano. Rebotan en las peñas y vuelven,
multiplicados, hasta los oídos del baqueano. Tras un momento de espera, el jinete se decide a reanudar su

viaje. Lucero, asentando con precisión sus cascos en la roca, prosigue la marcha, sin notar, al parecer, el
cambio de fisonomía en la ruta.
–¡Caballo lindo! –musita el hombre, resumiendo en esas palabras todo su cariño hacia el bruto.
Lo que ocurre enseguida nunca podrá olvidarlo Rubén Olmos.
Al salir de un recodo cerrado, el corazón le da un vuelco enorme. En dirección contraria, a menos de
veinte pasos, viene otro hombre, cabalgando un alazán tostado. El estupor, el desconcierto y la ira se
barajan en el rostro de los viajeros. Ambos, con impulso maquinal, sofrenan sus caballos. El primero en
romper el angustioso silencio es el jinete del alazán. Tras una gruesa interjección, añade a gritos:
–¿Y cómo se le ocurre metes&39;en el camino sin avisar?...
Rubén Olmos sabe que con palabras nada remediará. Prosigue su avance hasta que las cabezas de los
caballos casi se tocan. Enseguida, saca una voz tranquila y segura del fondo de su pecho:
–El que no disparó jue usté, amigo.
El otro desenfunda su revólver, y Rubén hace lo mismo con rapidez insospechada en él. Se miran un
momento fijamente, y hay un chispazo de desafío en sus ojos. El desconocido tiene unas pupilas aceradas,
frías, y unas facciones acusadoras de voluntad y decisión. Por su exterior, por su seguridad, parece
hombre de monte, habituado al peligro. Ambos comprenden que son dignos adversarios.
Rubén Olmos se decide por fin a establecer que la razón está de su parte. Empuñando su arma con el
cañón hacia el abismo, para no infundir desconfianza, extrae las balas, presentando un par de vainillas
vacías.
–Aquí&39;stán mis dos tiros –expresa.
El desconocido lo imita, y presenta, igualmente, dos cápsulas sin plomo.
–Mala suerte, amigo; disparamos al mismo tiempo –expresa el baqueano.
Así es, compañero. ¿Y qué hacimos ahora?
–Lo qu&39;es golver, no hay que pensarlo siquiera.
–Entonces, uno tiene que quearse de a pie.
–Sí, pero... ¿Cuál de los dos?
–El que la suerte diga.
Y sin mayores comentarios, el jinete del alazán extrae una moneda de su bolsillo y, colocándola sin mirarla
entre sus manos unidas, dice a Rubén Olmos.
–Pida.

Hay una vacilación inmensa en el espíritu de Rubén. Aquellas dos manos unidas que tiene ante los ojos
guardan el secreto de un veredicto inapelable. Poseen mayor fuerza que todas las leyes escritas por los
hombres. El destino hablará por ellas con su voz inflexible y escueta. Y, como Rubén Olmos nunca se
rebeló ante el mandato de lo desconocido, dice la palabra que alguien moduló en su cerebro:
–¡Cara!
El otro descubre, entonces, lentamente, la moneda, y el sol oblicuo de la tarde brilla sobre un ramo de
laureles con una hoz y un martillo debajo: el baqueano ha perdido. Ni un gesto, sin embargo, acusa su
derrumbe interior. Su mirada se torna dulce y lenta sobre la cabeza y el cuello de Lucero. Su mano,
después, materializa la caricia que brota de su corazón. Y, finalmente, como sacudiendo la fatalidad, se
deja deslizar hacia el sendero por la grupa lustrosa del caballo. Desata el fusil y el morral con provisiones
que van amarrados a la montura. Quita después el envoltorio de mantas que reposa sobre el anca. Y todo
ello va abriendo entre los dos hombres un silencio más hondo que el de la soledad andina.
Durante estos preparativos, el desconocido parece sufrir tanto como el perdedor. Aparentando no ver
nada, trenza y destrenza los correones del rebenque. Rubén Olmos, desde el fondo de su ser, le da las
gracias por tan bien mentida indiferencia. Cuando su penosa labor ha finalizado, dice al otro, con voz que
conserva una indefinible y desesperada firmeza:
–¿Encontró en el camino a cuatro arrieros con dos mulas, por casualidad?
–Sí, en el Refugio&39;staban descansando. ¿Son compañeros?
–Sí, por suerte.
Lucero, sorprendido tal vez de que se le quite la silla en tan intempestivo lugar, vuelve la cabeza y Rubén
contempla por un momento sus ojos de agua mansa y nocturna. La estrella de la frente. Las orejas
erguidas. Las narices nerviosas... Para decidirse de una vez, echa al aire su voz cargada de secreta
pesadumbre.
–Sujete bien su bestia, amigo; el otro afirma las riendas, desviando la cabeza de su alazán hacia el cerro.
Entonces, Rubén Olmos, como quien se descuaja el corazón, palmotea nuevamente a Lucero en el cuello, y
de un empellón inmenso, lo hace rodar al abismo.

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