Noticia de un naufrago

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Comienza a cambiar el color del agua
Con el remo roto, desesperado por la furia, seguí golpeando el agua. Tenía necesidad de
vengarme de los tiburones que me habían arrebatado de las manos el único alimento de que
disponía. Iban a ser las cinco de la tarde de mi séptimo día en el mar. Dentro de un
momento vendrían los tiburones en masa. Yo me sentía fuerte con los dos pedazos que
logré comer, y la ira ocasionada por la pérdida del resto de pescado me daba un extraño
ánimo para luchar. Había dos remos más en la balsa. Pensé cambiar por otro el remo
partido por el mordisco del tiburón para seguir batallando con las fieras. Pero el instinto de
conservación fue más fuerte que el furor: pensé que podría perder los otros remos y no
sabía en qué momento podía necesitarlos.
El anochecer fue igual al de todos los días. Pero la noche fue más oscura. El mar estaba
borrascoso. Amenazaba lluvia. Pensando en que de un momento a otro podría disponer de
agua potable me quité los- zapatos y la camisa, para tener donde recogerla. Era lo que en
tierra firme se llama "una noche de perros". En el mar debe llamarse "una noche de
tiburones".
Antes de las nueve empezó a soplar el viento helado. Traté de resistir en el fondo de la
balsa, pero no fue posible. El frío me penetraba hasta el fondo de los huesos. Tuve que
ponerme la camisa y los zapatos, y resignarme a la idea de que la lluvia me tomarla por
sorpresa y no tendría en qué recoger el agua.
El oleaje era más fuerte que en la tarde del 28 de febrero, día del accidente. La balsa parecía
una cáscara en el mar picado y sucio.
No podía dormir. Me había hundido en el agua hasta el cuello, porque el aire estaba cada.
vez más helado. Temblaba. Hubo un momento en que pensé que no podría resistir el frío y
empecé a hacer ejercicios gimnásticos, para tratar de entrar en calor. Pero era imposible.
Me sentía muy débil. Debía agarrarme fuertemente a la borda para evitar que el fuerte
oleaje me arrojara al agua. Tenia la cabeza apoyada en el remo destrozado por el tiburón.
Los otros estaban en el fondo de la balsa.
Antes de la media noche arreció el vendaval, el cielo se puso denso y de un color gris
profundo, y el aire húmedo, pero no había caído ni una sola gota. Pocos minutos después de
las doce de la noche una ola enorme -tan grande como la que barrió la cubierta del
destructor- levantó la balsa como una cáscara de plátano, la enderezó primero hacia arriba,
y en una fracción de segundo la hizo dar una vuelta de campana.
Me di cuenta de todo cuando estaba en el agua, nadando hacía arriba, como en la tarde del
accidente. Nadé desesperadamente, salí a la superficie y me sentí morir de terror: no vi la
balsa. Vi las enormes olas negras sobre mi cabeza y me acordé de Luis Rengifo. un hombre
fuerte, un buen nadador bien alimentado que no pudo alcanzar la balsa a dos metros de

distancia. Me había desorientado y estaba buscando la balsa por el lado contrario. Detrás de
mí, como a un metro de distancia, la balsa apareció en la superficie, liviana, batida por las
olas. La alcancé en dos brazadas. Dos brazadas se dan en dos segundos, pero aquellos
fueron dos segundos eternos. Tan. asustado estaba que de un salto me encontré jadeando,
completamente mojado, en el fondo de la embarcación. El corazón me daba tumbos dentro
del pecho y no podía respirar.
Mi buena estrella
No tenía nada que decir contra mi suerte. Si aquella vuelta de campana hubiera sido a las
cinco de la tarde, me hubieran descuartizado los tiburones. Pero a las doce de la noche los
animales están en paz, Y mucho más cuando está el mar picado.
Cuando me sentí de nuevo en la balsa tenía fuertemente agarrado el remo que destrozó el
tiburón. La cosa ocurrió con tanta rapidez que todos mis movimientos fueron instintivos.
Más tarde recordé que al caer al agua el remo- me golpeó la cabeza y lo capturé cuando
empezaba a hundirme. Fue el único remo que quedó en la balsa. Los otros dos habían
quedado en el mar.
Para no perder ni siquiera ese pedazo de palo destrozado por los tiburones lo amarré
fuertemente con uno de los cabos sueltos del enjaretado. El mar seguía embravecido. Por
esta vez había tenido suerte. Tal vez si la balsa volvía a voltearse no lograría alcanzarla.
Pensando en eso solté el cinturón y me até fuertemente a los cabos del enjaretado.
Las olas siguieron aventando contra la borda. La balsa bailaba en el mar bravo y turbio,
pero yo estaba seguro, amarrado. con un cinturón al enjaretado. El remo también estaba
seguro. Haciendo esfuerzos por no dejar que de nuevo se volteara la embarcación, pensaba
que estuve a punto de perder la camisa y los zapatos. De no haber sido por el f río habría
estado en el fondo de la balsa cuando esta dio la vuelta de campana, y junto con los dos
remos habría caído al mar.
Es perfectamente normal que una balsa dé la vuelta de campana en un mar picado. Es una
embarcación fabricada de corcho y forrada en una tela impermeabilizada con pintura
blanca. Pero el piso no es fijo, sino que cuelga del marco de corcho, como una canasta. La
balsa puede dar vueltas en el agua, pero el piso recobra inmediatamente la posición normal.
El único peligro es el de perder la balsa. Yo pensaba por eso que mientras estuviera
amarrado al enjaretado la balsa podía dar mil vueltas sin peligro de que yo la perdiera.
Eso era cierto. Pero había algo que yo no había perdido de vista: un cuarto de hora después
de la primera, la balsa dio una segunda y espectacular vuelta de campana. Primero me sentí
suspendido en el aire helado y húmedo, azotado por el vendaval. Vi ante mis ojos el abismo
y comprendí de qué lado se iba a voltear la balsa. Traté de navegar hacia el otro lado, para
equilibrar la embarcación, pero me lo impidió la fuerte correa de cuero amarrada al
enjaretado. En un instante comprendí lo que estaba pasando: la balsa se había volteado por
completo. Yo estaba en el fondo, amarrado firmemente a la borda. Me estaba ahogando y
mis manos buscaban en vano la hebilla del cinturón para soltarla.
Desesperadamente, pero tratando de no atolondrarme, traté de abrir la hebilla. Sabía que no
disponía de mucho tiempo: en buen estado físico puedo durar más de ochenta segundos
bajo el agua. Había dejado de respirar desde el momento en que me sentí en el fondo de la
balsa. Iban por lo menos cinco segundos. Corrí la mano alrededor de la cintura y creo que
en menos de un segundo encontré el cinturón. En otro segundo encontré la hebilla. Estaba

ajustada contra el enjaretado, de manera que yo debía suspenderme de la balsa con la otra
mano para aflojar la presión. Tardé mucho en encontrar de donde agarrarme fuertemente.
Luego me suspendí a pulso con el brazo izquierdo. La mano derecha encontró la hebilla, se
orientó rápidamente y aflojó la correa. Manteniendo la hebilla abierta dejé caer de nuevo el
cuerpo hacia el fondo, sin soltarme de la borda, y en una fracción de segundo me sentí libre
del enjaretado. Sentía que me estallaban los pulmones. Con un último esfuerzo me agarré
de la borda con las dos manos; me suspendí con todas mis fuerzas, todavía sin respirar.
Involuntariamente, con mi peso no logré otra cosa que voltear de nuevo la balsa. Y yo volví
a quedar debajo de ella.
Estaba tragando agua. La garganta, destrozada por la sed, me ardía terriblemente. Pero
apenas si me daba cuenta. Lo importante era no soltar la balsa. Logré sacar la cabeza. Tomé
aire. Me sentí agotado. No creí que tuviera fuerzas para subir por la borda. Pero estaba al
mismo tiempo aterrorizado, metido en el agua que pocas horas antes había visto infestada
de tiburones. Seguro de que aquel día sería el último esfuerzo que debía hacer en mí vida,
apelé a mis últimos vestigios de energía, me suspendí en la borda y caí exhausto en el fondo
de la balsa.
No sé cuánto tiempo estuve así, acostado de cara al cielo, con la garganta dolorida y los
extremos de los dedos palpitándome profundamente, en carne viva. Sólo sé que tenía dos
preocupaciones al mismo tiempo: que me descansaran los pulmones y que no se volviera a
voltear la balsa.
El sol del amanecer
Así amaneció mi octavo día en el mar. Fue una mañana tempestuosa. Si hubiera llovido no
hubiera dispuesto de fuerzas para recoger el agua. Pero sentía que la lluvia me habría
tonificado. Sin embargo, no cayó ni una gota, a pesar de que la humedad del aire era como
un anuncio de la lluvia inminente. El mar seguía picado al amanecer. No se calmó hasta
después de las ocho de la mañana. Pero entonces salió el sol y el cielo recobró su color azul
intenso.
Completamente agotado me incliné sobre la borda y tomé varios sorbos de agua de mar.
Ahora sé que es conveniente para el organismo. Pero entonces lo ignoraba, y sólo recurría a
ella cuando me desesperaba el dolor en el cuello. Después de siete días sin tomar agua, la
sed es una sensación distinta, es un dolor profundo en la garganta, en el esternón y
especialmente debajo de las clavículas. Y es la desesperación de la asfixia. El agua de mar
me aliviaba el dolor.
Después de la tormenta el mar amanece azul, como en los cuadros. Cerca de la costa se ven
flotar mansamente troncos y raíces, arrancados por la tormenta. Las gaviotas salen a volar
sobre el mar. Esa mañana, cuando cesó la brisa, la superficie del agua se volvió metálica y
la balsa se deslizó suavemente en línea recta. El viento tibio me reconfortó el cuerpo y el
espíritu.
Una gaviota grande, oscura y vieja voló sobre la balsa. Entonces no pude dudar de que me
encontraba cerca de tierra. La gaviota que había capturado unos días antes era un animal
joven. A esa edad tienen un formidable alcance de vuelo. Se les puede encontrar a muchas
millas en el interior. Pero una gaviota vieja, grande y pesada como la que volaba sobre la
balsa en mi octavo día era de aquellas que no se alejaban cien millas de la costa. Me sentí

con renovadas fuerzas para resistir. Lo mismo que los primeros días, me puse a escrutar el
horizonte. Grandes cantidades de gaviotas se acercaban por todos lados.
Me sentí acompañado y alegre. No tenía hambre. Con más frecuencia que antes tomaba
sorbos de agua de mar. Me sentía acompañado en medio de aquella cantidad de gaviotas
que volaban en torno a mi cabeza. Me acordé de Mary Address. ¿Qué habrá sido de ella?",
me preguntaba, recordando su voz cuando me ayudaba a traducir los diálogos de las
películas. Precisamente ese día 1 único que me acordé de Mary Address sin ningún motivo,
apenas porque el cielo estaba lleno de gaviotas- Mary estaba en el templo católico de
Mobile ordenando una misa por el descanso de mi alma. Aquella misa -según me escribió
Mary a Cartagena- se dijo el octavo día de mi desaparición. Fue por el descanso de mi
alma. Y ahora también creo que fue por el descanso de mi cuerpo, pues aquella mañana,
mientras yo me acordaba de Mary Address y ella asistía a una misa en Mobile, yo me sentía
dichoso en el mar, viendo las gaviotas que anunciaban la cercanía de la tierra.
Durante casi todo el día estuve sentado en la borda, escrutando el horizonte. El día era de
una asombrosa claridad. Estaba seguro de que habría visto la tierra desde una distancia de
cincuenta millas. La balsa había cobrado una velocidad que no habrían podido imprimirle
dos hombres con cuatro remos. Navegaba en línea recta, como impulsada por un motor, en
una superficie lisa y azul.
Después de estar siete días en una balsa, uno - es capaz de advertir el cambio más
imperceptible en el color del agua. El siete de marzo, a las 3.30 de la tarde, advertí que la
balsa entraba en una zona donde el agua no era azul, sino de un verde oscuro. Hubo un
instante en que vi el límite: de este lado, la superficie azul que había visto durante siete
días; del otro, la superficie verdosa y aparentemente más densa. El cielo estaba lleno de
gaviotas que pasaban volando muy bajo. Yo sentía los fuertes aletazos sobre mi cabeza.
Eran indicios inequívocos; el cambio en el color del agua, la abundancia de las gaviotas, me
indicaron que esa noche debía permanecer en vela, listo a descubrir las primeras luces de la
costa.

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